jueves, 24 de febrero de 2011

Segunda granja: First Light farm (1)

Aquí todo es tan fácil…
Por fin estamos en Federal. Este pueblo está formado por pocas decenas de casas dispersas en colinas, cada una de ella con su propio terreno. Hay tres o cuatro casas juntas en lo que llaman el centro, una de ellas un bar y otra una tienda. 


En el único bar de Federal.

La "tienda para todo" del pueblo.
Nuestra segunda granja en este viaje está en una de esas colinas. Aunque no es exactamente una granja. Hace unos diez años lo fue, y de aquella época todavía conserva el nombre: First Light farm.

Vistas desde la granja.
Los dueños actuales, Darren y Yonna, retiraron los animales y construyeron una nueva casa más grande, de forma que la anterior les sirviera de oficina para su negocio. Eso sí, mantuvieron un huerto ecológico, que es el que hemos venido a cuidar.

De nuestra relación con ellos ya habrá tiempo de hablar. Creo que cuando nos vayamos de aquí lo haremos llamándoles amigos.


La granja.
El trabajo en la huerta es intenso pero gratificante. La huerta que nos encontramos estaba semi-abandonada , por lo que nuestro trabajo está consistiendo en retirar todas las plantas que sobran, remover y fertilizar la tierra y plantar.

La huerta.
Preparando la tierra para el cultivo.
Unos vecinos de huerta muy graciosos.

Descansando después de un no muy duro día de trabajo.
Estar rodeados de vegetación implica estarlo de animales, algunos de los cuales emiten ruidos muy extraños, que llegan a asustar de noche al tener que salir al baño fuera de la casa sin ver prácticamente nada.

Hemos visto un koala, un wallaby, un possum, vampiros, pájaros extraños, muchos tipos de arañas e insectos, varios lagartos y sapos. Y escuchar hemos escuchado de todo. A los possum en particular les gusta subirse de noche al tejado, lo que nos ha dado más de un susto.
Un possum mirándonos fijamente.
El primer fin de semana fuimos al mercado de Channon, una versión menos turística del que visitamos en Byron Bay. El ambiente era más agradable, más relajado, más auténtico.


Vista general del mercado de Channon.

Puesto de venta de plantas.

Zona de relax del mercado.
Tumbados tomando un chai helado.
También nos llevaron a una selva cercana, con catarata incluida.

De paseo por la selva.
Cataratas Minyon.
Y el segundo fin de semana, a parte de volver a la playa de Byron Bay, estuvimos en Nimbin, un pequeño pueblo donde los hippies se asentaron en los 70. Hoy en día los pocos edificios que hay siguen igual que entonces, y mucha gente vive en comunidades. Sigue siendo un pueblo hippie donde el consumo de drogas está normalizado, lo que le da una personalidad agradablemente decadente. Cuando recorres su única calle, cada pocos pasos se te acerca alguien con algo que ofrecerte. La mayoría, pese a la sonrisa y el buen rollo que intentan fingir, están consumidos por la heroína. A otros les notas que su cabeza se les fue hace tiempo. Eso sí, hay excepciones como la dulce abuelita que nos ofreció galletas caseras. 
De marihuana claro.

Calle principal de Nimbin.

Interior de la casa-museo de Nimbin.
Las paredes están llenas de historia hippie.
Descansando en Nimbin.













sábado, 12 de febrero de 2011

Primeros días en Australia: Byron Bay.

Nada más pisar Byron Bay nos dimos cuenta de que no nos íbamos a arrepentir de haber cambiado de planes. Nuestra intención inicial era aterrizar en Cairns, donde íbamos a haber visitado la Gran Barrera de Coral, y después haber bajado en una caravana hasta esta zona, que es donde vamos a tener las próximas granjas. La cuestión es que un ciclón decidió llegar a Cairns el mismo día que nosotros, y las lluvias anteriores habían dejado parte de los pueblos que nos íbamos a encontrar por el camino inundados.

Así que alquilamos un apartamento en Byron Bay y decidimos relajarnos una semanita, sin más preocupaciones que no olvidarnos de la crema solar y de tener siempre cerveza fría en la nevera. Sonará un poco extraño pero Byron Bay es más lo que sientes que lo que ves, por mucho que lo que veas en ocasiones te deje sin aliento. La gente en este pueblo es feliz, o, si no lo es, disimula muy bien. Es sorprendente su capacidad de iniciar una amable conversación contigo sobre cualquier cosa, ya estén trabajando o disfrutando de su tiempo libre. Quizás el motivo sea el origen hippie de Byron Bay, allá por los años 70. Hoy en día parte de ese espíritu se ha perdido por la inevitable influencia del turismo y todo lo que ello conlleva, si bien gracias a muchos años de gobierno verde el pueblo apenas ha crecido.

Casas en la playa de Watergos.
Nuestro primer día aquí coincidió con un mercado de artesanía y comida local que se organiza un par de veces al mes. La visita resultó interesante por los comerciantes que te ofrecían lo que ellos mismos producían o hacían con sus manos. Sin embargo, incluso en este mercado se pagaba el precio de la imagen que el turista espera de Byron Bay, habiendo bastante producto cliché-hippie a la venta.
Byron market (mercado quincenal local).
El resto de los días transcurrió entre el apartamento y la playa, haciendo alguna que otra parada en los bares locales. Aún así encontramos un hueco para visitar el faro que domina la colina de Byron Bay, cuyo camino ofrece unas vistas espectaculares, más interesantes que el faro en sí. Se supone que, desde distintas partes del mismo, se pueden ver delfines, ballenas o tortugas, aunque nosotros nos tuvimos que conformar con un lagarto.

Un alto en el camino hasta el faro.
Faro de Byron Bay.
Zona desde donde se suelen divisar ballenas.

Disfrutando de unas ostras en el bar The Balcony.


Las ostras de aquí tienen una textura similar a las vieiras.

Y qué decir de las playas. Las fotos que adjuntamos hacen poca justicia a su extensión, belleza y poca masificación. Además, tuvimos suerte de no confraternizar mucho con los “blue barrel’s”, unos primos locales de las medusas cuya picadura debe ser bastante desagradable.

La pizarra de los vigilantes de la playa.
Siempre se espera a la gran ola.
Creo que la foto lo dice todo...
Main beach de Byron Bay.
Surfistas en Watergos.
Es bonito hasta con mal tiempo.
¿Dónde está la gente?
Fauna local (hasta que sepamos cómo se llama el pájaro en cuestión).



jueves, 10 de febrero de 2011

Vuelta a Tokio.

La vuelta a Tokio se convirtió, tras la experiencia en Poco a poco, en un intento de reconciliación con la cultura japonesa, especialmente con su comida. Aún así, antes de nada nos dimos un baño de occidentalismo visitando el Tokyo Disneyland Resort. Lo necesitábamos tanto que aquella visita a un parque temático se convirtió en un día para recordar. Pasar por un estado carencial atrofia tu capacidad para valorar objetivamente lo que te falta, aunque poco importa, la verdad.


El efecto Mickey hace su aparición...
Algo más felices que en la granja.
¡White Rabbit al poder!
Debido a un ciclón que ha asolado la costa australiana a la que teníamos pensado volar tuvimos que cambiar nuestros planes, alargando la estancia en Tokio. Aprovechamos la circunstancia para sumergirnos en Asakusa, uno de los barrios más tradicionales de la ciudad. Nos alojamos en un ryokan, curioseamos en tiendas de artesanía, visitamos templos y volvimos a disfrutar de su comida.

Frikismo ochentero japonés en estado puro.

Aperitivo de atún y tofu.
Especialidad de la casa de patata y cebolla.
Postre típico de alubias dulces y té verde.
Los más de 600 metros de la Tokyo Sky Tree vistos desde la habitación.
Exterior del local de la última noche en Tokio.
Interior del local de especialidades de Okinawa.
Tofu al estilo de Okinawa.
Fritura de pescado de Okinawa.
Callejón de la zona de Asakusa.
Puestos de comida para llevar de Asakusa.
Al final abandonamos el país con cierto sabor agridulce. Hemos vivimos experiencias muy interesantes, pero la barrera cultural ha resultado más infranqueable de lo que imaginábamos. Y es que todo parece más atractivo desde fuera, porque al fin y al cabo estás observando desde tu casa. 

Hasta otra Japón.

Australia es la siguiente etapa. Vamos a ello.


domingo, 6 de febrero de 2011

Primera granja: Poco a poco farm Wachi.

Es complicado definir la experiencia en la granja de la familia Wachi. Lo es porque las condiciones en las que hemos pasado las dos semanas han sido bastante duras, y ello condiciona cualquier valoración que podamos hacer. También es cierto que la familia lo compartió todo con nosotros. Lo que tenían de humildes lo tenían de buenos.

Con los Wachi en un juego de edición de fotos muy popular en Japón.

La familia Wachi está compuesta por cuatro personas: 

Kenichi, de cuarenta y dos años, quien le puso el nombre a la granja (Poco a poco) tras pasar dos años en México y quedar fascinado por ese ritmo de vida.

Noriko, de veintisiete años, madre de mentalidad abierta y con inquietudes, que sin embargo acata sin miramientos todo el trabajo en casa que la sociedad japonesa carga sobre las mujeres.

Ki-chan y Koko-chan (en realidad se llaman Kidzna y Kokoro, pero “chan” es un diminutivo cariñoso y casi siempre les llaman así), de dos y cuatro años, que no necesitaban más que cuatro piezas de lego para pasar horas jugando.

En la misma casa viven los dueños, los padres de Kenichi. Pero lo hacen en estancias separadas, en una habitación con salida a la calle, donde hacen vida totalmente independiente. Según nos contaron los Wachi es la costumbre en el país. A nosotros nos sorprendió el poco contacto que había entre ambas partes, sobre todo entre abuelos y nietos.

La casa es de materiales prefabricados y paredes finas, lo que es particularmente duro en invierno, con temperaturas que cuando estuvimos oscilaron entre -7ºC y 5ºC . Además no hay calefacción, más allá de un chorro de aire caliente en el baño que se encendía una hora antes de la ronda de duchas y baños. Ello te obliga a llevar en todo momento cuatro o cinco capas de ropa, a las que se añaden otras tres de mantas para dormir. A veces fue suficiente, otras veces no. Acabamos enfermando los dos, pero de una manera bastante suave para lo que podía haber sido.

Nuestra habitación en casa de los Wachi.
Vistas desde la casa de los Wachi.

Sus tierras estaban en otra zona de Naka City, a menos de diez minutos en coche. Lo que vimos de la ciudad nos dejó indiferentes. Casas individuales, con terreno o sin él, dispersas de tal manera que se hace necesario el uso del coche y por tanto la presencia de centros comerciales carentes de interés.

Punto de interés de Naka City: su templo.

Lo mejor de la estancia con los Wachi fue el trabajo, si bien entre nevadas y enfermedades de unos u otros fue más irregular de lo que nos hubiera gustado.

Entrada a la huerta ecológica de los Wachi.

Sembramos lechuga, brócoli y maíz, plantamos lechugas, seleccionamos grano de espelta y recogimos diferentes verduras. Aprendimos a realizar abono ecológico con hojas y arroz fermentado, vimos que cultivar diferentes plantas juntas hace que unas se cubran a otras y que, junto con los insectos buenos que atraen, su resistencia a las plagas sea muy elevada. Nos sorprendimos con las huertas no trabajadas, donde siguiendo las lecciones de Fukuoka las verduras crecían sin ninguna clase de intervención del agricultor. Ni plantar, ni trabajar, ni abonar, ni regar. Nada. Las verduras que crecían en estas huertas eran menores en cantidad pero más fuertes y del mismo sabor que las demás de la granja. Es sorprendente ver los resultados que consiguen quienes optan por entender la tierra en vez de intentar dominarla.

Invernadero con lechugas y proyectos de espárragos.
Plantas de lechuga listas para el invernadero.
Separando el grano de espelta de la paja.
Puesto de venta de zanahorias de los Wachi en un supermercado local.
Intentando vender verduras en la calle
Dos cariñosas zanahorias de la huerta.
La huerta la montaron juntos desde cero Kenichi y Noriko. Ambos fueron a una escuela de agricultura porque querían cambiar de vida. Los motivos de Kenichi dan que pensar. Trabajaba de sol a sol en Hitachi, hasta que el suicidio de un amigo y compañero en la empresa le hizo replantearse su existencia. Según nos contó, cada año en su país entre 30.000 y 40.000 personas se suicidan, la mayoría por estrés laboral. Aquella muerte no era la primera en su empresa, ya que antes se había quitado la vida un directivo, pero le marcó por la cercanía. Su amigo dejó detrás de sí una mujer y un niño pequeño, así que antes de esperar su turno Kenichi decidió salir de aquello. Lo que terminó de moldearle fue su viaje a México. El gobierno japonés pedía voluntarios para un programa de ayuda al campo mexicano, en el que se pretendía convertir a extrabajadores de la industria maderera en agricultores ecológicos. A Kenichi le fascinó la alegría y el ritmo pausado de vida de aquellas gentes, quienes a pesar de no tener ni un baño en su casa eran más felices de lo que nunca fue él en Hitachi.

De vuelta a la casa, hubo algo que nos afectó casi tanto como el frío: la comida. Por muy amante de la comida japonesa que seas, desayunar cada día un bol de arroz blanco y una sopa de miso, y encontrarte el mismo arroz y la misma sopa para comer y/o cenar es algo muy duro de llevar durante dos semanas. Aún así hubo buenos momentos, que son básicamente los que aparecen en las fotos que acompañan esta entrada. Un hecho curioso es que no sólo se bendice la comida (“Itadakimaz”) antes de comer, sino que también se “desbendice” (Gozosamadeztá) al acabar, provocando alguna situación embarazosa si alguien tardaba mucho en acabar su plato y todos tenían que esperarle.

Los niños y el desayuno.
Nattó: Soja fermentada para desayunar. Demasiado para nosotros.
Tempura de verduras ecológicas.
Udon casero.
Ramen al estilo tradicional.
Los cuatro tipos de zanahorias de la huerta.

Revuelto de patata y cebolla que maravilló a los Wachi.
Sashimi de atún.

Siguiendo la estructura de familia tradicional, Noriko ejercía principalmente de ama de casa, aparte de aportar también su trabajo a la granja. La tradición dice que la mujer es la que se tiene que encargar tanto de los niños como de las tareas domésticas. Al ver como nosotros compartíamos tareas (fregar, poner la lavadora, tender la ropa), nos preguntaban curiosos si aquello era lo normal. Al responderles afirmativamente alucinaban e insistían en señalar “lucky wife!”. Fue curioso ver como Noriko acabó pidiéndole a su marido que le ayudara con algunas tareas, a lo que Kenichi accedió sin problemas. Era evidente que habían delegado en la tradición del país el reparto de tareas, aún sin estar muy convencidos de ello. Es más, al preguntarles por qué lo hacían así, la respuesta fue “We don’t know…”.

Los matrimonios japoneses son muy poco cariñosos entre ellos, y, además, está mal visto darse besos o muestras de afecto delante de los niños. Sin embargo, viven muy apegados a ellos: los Wachi dormían todos juntos en la misma cama. Les sorprendió mucho que les dijéramos que en España lo normal es que los niños duerman en una habitación separada.

También las comidas las hacían con los niños, los cuales, con 2 y 4 años, comían exactamente lo mismo que sus padres, a su ritmo y como les daba la gana (podían meter el arroz en la sopa y el agua en el puré o comer con la mano sin que nadie les dijera nada). 

Ki-chan y Koko-chan haciendo udon.

En el salón de la casa había una emisora de la policía, al igual que en el resto de hogares de Naka-city. Dicha emisora, ante un hecho calificado de “importante”, enviaba un comunicado a todas las casas. Nos enteramos de que esto existía cuando un día escuchamos una voz desconocida en el salón, la de un agente solicitando colaboración ciudadana en el caso de la desaparición de una joven en la ciudad. Al día siguiente el caso estaba exitosamente resuelto.

También tuvimos tiempo de hacer una excursión interna, a las cataratas Fukuroda, que estaban parcialmente congeladas. Alrededor de las mismas había dos miradores, uno antiguo de estilo tradicional japonés y otro nuevo para cuya construcción se había excavado un túnel en una ladera. Pidiendo perdón por ello se erigía en su interior un altar en honor del dios de aquel lugar.

Cataratas Fukuroda.
Altar en honor del dios de las cataratas.
Local tradicional en la montaña.
Aperitivos típicos de la zona.
A la derecha dulces gominolas. A la izquierda insectos igual de dulces.
Tienda de antigüedades.
En resumen, una experiencia dura e interesante a partes iguales. No repetiríamos, pero no nos arrepentimos.